Al piso, la tierra, la boca, la saliva por las comisuras de los labios, sangre, puño, espalda y noche. Fue rápido, siempre es rápido. Intenta no abrir los ojos para que lo den por muerto. No se mueve, aguanta la respiración y se llama Gabriel y tenía doce.
El otro, el hombre sin nombre, afilaba sus ojos al amparo de la luna amarrilla, parecía un licántropo y tal vez lo era. Nunca decía mucho de nada. Su vida era un acierto incierto del destino, intrigaba.
- No deberías estar despierto. ¡Duérmete de una vez! – dijo Debbie.
- Mañana. Mañana.
Y ahora es un futuro aguado y sucio, lleno de porquería. Es de día y el sol casi brillaba. Las nubes medios obscuras, medio grises. La gente media mala, media buena. Y él, medio vivo, aunque más muerto. ¡Que así sea!
- ¿Te sientes bien? – inquirió Debbie sin preocupación.
- Mañana…o pasado.
El callejón era húmedo, olía a mierda. Tenía la bragueta abajo y esperaba que no lloviera. Ella gritaba y pedía auxilió, nadie la escuchaba o si lo hacían, no les importaba. Le arrancó la ropa interior de un tirón.
Y ella gritaba.
- ¿Me quieres?
- No sé.
Las olas rompían las piedras, arañaban sus piernas. Nada. Y corría el viento sin fuerza, y la arena se levantaba sin querer flotar en el aire y el cadáver y el cielo y la lágrima y más olas.
- Por favor, déjame quedarme – dijo Debbie.
- Mañana.
“Quizás esperar no fuese una buena idea, pero cómo podía evitarlo”, se dijo el viejo, mientras observaba el edificio en llamas. Sabía que todo era responsabilidad suya. Él, Bruno Amador, se había equivocado por primera vez. Sacó el revolver del bolsillo de su cinturón. El juego aún no terminaba.
De lejos los pasos, los pasos de la muerte y de las balas.
- ¿Tanto te cuesta creer?
- Tal vez.
Fin!
Nota: jajaja...sí, es una chifladura mía. Al que entienda algo le doy un regalo. Eso.