Abren fuego, la escotilla. Es harina y aceite en el costado y por la esquina. Llueven huesos y uñas, dientes y tripas. La cobardía es un mito de valientes, la espada un nudo con dedos encrespados.
Los relojes son armas, replican y se queden en duros y verdes mosaicos de hielo. El cielo se revienta y respira el polvo que el viento revuelve en la superficie, y hay veneno en el agua de las nubes y zeugmas muriendo en tazas de café, perdiéndose en las estaciones y en las horas sanguinarias de la plaza y el centro de las ferias.
“No sé...huele a quemado”. Pensó la botella que sostenía el alma del hombre y la barra de la taberna. Y sí, las paredes se queman en sudor. Los zapatos transpiran y los ojos tienen sequía, están cansados y medio muertos. La silla busca salida y se levanta, cae y las piernas se le rompen una tras otra, la alcanza una chispa, se prende y no arde; parece que las estrellas la devorasen con sonrisas y un halo amarillento de saliva la recorriera como fluido y onda, cáncer y fuego. “Noche de siglos, mi madre y sus espinas”, dijo el viejo de los trapos, “el cielo está pariendo y nos vamos a morir todos”, resopló como profeta ofendido, senil erección de la sabiduría de las hojas y los datos.
Hormigas. El piso de la cocina está roto, se quiebran las cucharas y las lenguas. Lloran por debajo de la mesa los platos y las tazas. La señora tras el marido y el marido escondido en la puerta de la pieza. Las sabanas vuelan sobre las camas, pisadas y mal traídas, ejes de la casa destruida. El hijo en el sillón ve las noticias, el computador prendido, la hermana gritando en el baño, la llave hundiéndose en el excusado.
Los niños lloran la partida, entre heridas y miedos, de la amiga. La fiel señora de las tardes compungidas, y sutil amante de la noche recién pasada. “Adiós consola, alma mía, entretención de mis años”, dice Andrés Luís, mientras ve arañas comiéndole el juguete de su vida.
Se besan los camellos en la avenida. La gente mira consternada semejante adicción indecente y dice: “Miren, que ellos tienen ganas de vivir, hay que matarlos más temprano que tarde”, decían unos muchos, repetían aún más.
Abren fuego. La gente y sus cosas sienten tantas emociones, todo se derrumba como naipes apilados. Las estrellas se vomitan unas a otros, lo colores son gratis y el cielo es cuadro de artistas y ventiladores.
Los relojes son armas, replican y se queden en duros y verdes mosaicos de hielo. El cielo se revienta y respira el polvo que el viento revuelve en la superficie, y hay veneno en el agua de las nubes y zeugmas muriendo en tazas de café, perdiéndose en las estaciones y en las horas sanguinarias de la plaza y el centro de las ferias.
“No sé...huele a quemado”. Pensó la botella que sostenía el alma del hombre y la barra de la taberna. Y sí, las paredes se queman en sudor. Los zapatos transpiran y los ojos tienen sequía, están cansados y medio muertos. La silla busca salida y se levanta, cae y las piernas se le rompen una tras otra, la alcanza una chispa, se prende y no arde; parece que las estrellas la devorasen con sonrisas y un halo amarillento de saliva la recorriera como fluido y onda, cáncer y fuego. “Noche de siglos, mi madre y sus espinas”, dijo el viejo de los trapos, “el cielo está pariendo y nos vamos a morir todos”, resopló como profeta ofendido, senil erección de la sabiduría de las hojas y los datos.
Hormigas. El piso de la cocina está roto, se quiebran las cucharas y las lenguas. Lloran por debajo de la mesa los platos y las tazas. La señora tras el marido y el marido escondido en la puerta de la pieza. Las sabanas vuelan sobre las camas, pisadas y mal traídas, ejes de la casa destruida. El hijo en el sillón ve las noticias, el computador prendido, la hermana gritando en el baño, la llave hundiéndose en el excusado.
Los niños lloran la partida, entre heridas y miedos, de la amiga. La fiel señora de las tardes compungidas, y sutil amante de la noche recién pasada. “Adiós consola, alma mía, entretención de mis años”, dice Andrés Luís, mientras ve arañas comiéndole el juguete de su vida.
Se besan los camellos en la avenida. La gente mira consternada semejante adicción indecente y dice: “Miren, que ellos tienen ganas de vivir, hay que matarlos más temprano que tarde”, decían unos muchos, repetían aún más.
Abren fuego. La gente y sus cosas sienten tantas emociones, todo se derrumba como naipes apilados. Las estrellas se vomitan unas a otros, lo colores son gratis y el cielo es cuadro de artistas y ventiladores.
Nota:Basado en un sueño real.
Tan real como esos billones que
Nacen en una noche y mueren
En la mañana de los siglos.
Tan real como esos billones que
Nacen en una noche y mueren
En la mañana de los siglos.