Luces.
Hay humo de colores. Gente, ruidos, espacios. Movimiento por el piso, traspiés, medianoche. Y mientras fotogramas violentos lo elevan a sí mismo, por afuera el mundo se desborda en ronquidos felinos de sirena.
Fuego.
Sensaciones de tritones y estrellas. Espadas disfrazadas de puñales, ojos convertidos en manos.
Se muere, es sal de mundo fertilizada. Hay cariños refunfuñados. Olores de celo, piel traslucida, formas suaves y peludas.
Se esconde en la tela de la cortina, nada entre nubes de polvo, se funde en el mundo violeta del genero viejo.
Pensó en ahogarse otra vez. Soñó que casi no respiraba, que se ponía morado y lloraba. Alucinó entonces con caricias naturales, rodeado de soles y mares, abrazado por las hojas y mecido por la corriente de ríos prehistóricos. Se vio exterminado burbujas, observándolas nacer primero, deleitarse mientras crecen y reventándolas después. Incluso imaginó nubes, les dio forma, parecían rostros de hombres persiguiéndose y devorándose.
Amarrillo.
Una mujer de ojos amarrillos, labios verdes y sonrisa de tiburón. Se acerca, tiene la cabeza redonda como un globo casi reventado. Balbucea y camina arrastrando los pies, está idiotizada, le cae saliva por la comisura de los labios. Todo en ella es fuera de lugar. O resulta descompuesto y casi muerto o definidamente muy nuevo, tenazmente reciente. Se hunde. De pronto comienza a enterrarse viva en la infinidad de la tierra, pero señas de entendida no emite siquiera. Y se pierde lento, como si la calma fuese un pecado y las llamas de arena existieran en otro mundo. Y la baba desciende por la piel suya, es un delta de pena espeso, agrio.
Y la ve cayendo.
Y la sigue mirando, cuando un suspiro lo despierta. Alerta. Hay un mundo nuevo, olores diferentes. No abre los ojos del ensueño. Parece que alguien teclea muy cerca. Siente el sonido de los dedos al chocar con la tecla, al hundirse en ella y emerger, luego polinizar en otra y así revestir el teclado con la miel del verbo derretido. No sabe nada, siente menos aún.