Por El Autor.
“Si no creyera en lo que creo,
Si no creyera en algo puro…”
Silvio Rodríguez, La maza
Dientes largos buscando carne, arrebatados a las huellas del olfato, silbando rayos, hundiéndose en la penumbra. Noche jubilosa y despiadada, llena de espinas espumosas, ardiente de rechinantes ecos de pared. Es un animal compenetrado a la tierra mojada, los prados oscuros y el fango. El frío es normal, la humedad constante. El vapor natural es solido flotante, sedoso, artífice de las nubes bajas de la despoblada estepa pantanosa. Cerca, no tanto, olorosos de olores propios se divisan los muros periféricos del reino humano. El animal intuye algo, mientras corre afilando los dientes, ansiando una presa que hace días escasea. Suda, escarcha en la cara, felpo ceniza pegado al hueso. Si no se alimenta, si no engancha un dentelleo a la carne, quizá muera hambriento al plenilunio.
¡Algo!, un sonido de horrores, profana la armonía asesina de las doce, abriendo un canal abierto a las bestias del acecho. El animal, que a todo detalle tiene cuatro patas y es asemejado al otrora can cosmopolita, aturde sus sentidos al eco terrible, sucumbe de golpe a la calma inquieta, alerta, predispuesto a ceñir entre sus incisivos a un pescuezo cualquiera. Olor, definitivamente es un olor.
Sangre.
El animal saborea ojos enormes, rellenos de ese líquido exquisito, que en el verano bisiesto, devora hasta cansarse. El instinto le incentiva la imagen de una presa herida, desangrada al simposio ridículo de un riachuelo.
Y más sangre.
Imagina un Zetante robusto, puerilmente blanco, de muslos contundentes: cuerpo solícito a comprimirse en sus dientes. El animal corre, jadeando a duras penas las fuerzas que no tiene, sabiendo que las presas nunca sobran y las oportunidades no abundan. Tiene que llegar…
Y de nuevo la sangre.
Es más que un olor, tal vez una consigna caliente de guerra. Se desespera, resbala en la tierra mojada, pero sigue yuxtaponiendo sus cuatro patas al amparo del suelo y las estrellas nocturnas. Y todo queda tan lejos, el rio cruza la arboleda primera y la segunda y hasta la tercera. Tiene tanta hambre, a sus espaldas la cuidad del hombre lo empuja, por el costado visiones amarillas lo siguen con recelo de cadena.
Y sangre, sangre, sangre roja, emputecida.
Sangre prendida, alunizada.
Sangre selvática, lunática, neumática.
Sangre plástica, reventada de hules, de chips, de microprocesadores.
El animal y la sangre. El olor que le aterriza en la nobleza mesurada, que lo atrapa a los dientes. Muerde, muerde el vacío, esencia primordial del deseo y el frío. Un ladrido en la cabeza. Y otro más, sin fin se aceleran millones de roncos ecos furibundo disonantes. Sed, anhelo, el animal alcanza el cenit de la carrera. Las arboledas se suceden, con prisa, sin llegar a terminarse. Verdes e infundidas de oscuridad encendida, las hojas arman el túnel conductor de infinidad. Ojos amarillos, ciclo en vida, encima, detrás de las hojas dormidas.
No ve nada, avanza casi ciego, oliendo y siendo el dueño rotundo de su suerte. El rechinar de las aguas, la algazara, el cielo y dientes largos amarillos. Imperio de pájaros bien arriba, ruido de pasos bípedos idiotas. Atrás los muros, enormes, acerados, helados. Y por dentro de los muros, respirando al borde, los viperinos hijos de la tierra y los cables y los gases.
¿Sangre?
Olores de cosas, abiertos, podridos, ensimismados, sobre las pieles y abajo del mundo.
¿Sangre? ¿Eso que huelo es sangre?
¿De verdad lo es?
¿Estoy completamente seguro que así lo es?
¿Y es sangre?
El animal salta la última valla y tras la siguiente arboleda, casi seguro, el rio y la sangre y el Zetante reventado de gordo, dueño de ojos inundados de líquido gris. Tan cerca, menos que un par de troncos hay locos ojos amarillos enloquecidos. Y por sobre los dientes largos, encrespados, el ciclo.
¿Sangre? ¿Esa mancha es sangre?
¿Lo que fluye es sangre?
¿Esos que miran tienen sangre?
Y hay un Zetante tirado a la orilla del rio. Aún respira sobre un charco de fuego, fuente olorosa de todas las cosas. Y quietud. Un segundo tan solo, las estrellas pegadas a las nubes, los dedos adheridos a la tierra y un silencio en la forma de ojos amarillos escondidos. El animal no aguanta, se abalanza haciendo orden y equilibro. Y tonto, pobre animal, mordisquea y hasta saborea al Zetante de mentiras.
¿Es sangre? ¿Quizá no lo sea?
¿Se acerca? ¿Es la muerte?
¿Mi sangre? ¿La mía?
Ojos amarillos, hombres de plástico, esbeltos, de brazos delgados como ramas, cabezas enormes, manos hábiles de perjurio. Son de la química de las cosas, ardientes de ardores nuevos, ingeniosos hidalgos del helado glaciar de las eras. Humanoides, animales grandes, dientes minimizados y hogueras. Miran, ellos escondidos, al vil devorador del falso Zetante y así, animales entre animales, se vanaglorian del sutil poder natural del intelecto. Sus risas apagadas al pestañeo no se olvidan fácilmente: son casi inmortales.
El animal dentellea. Incrusta sus cuchillas largas y amarrillas y desgarra de sopetón el lomo, deja al bruto y falso Zetante abierto de espaldas. Y no se da cuenta de nada. Sigue mordiendo, embriagado de sangre. Con el hocico bañando de fuego, conteniendo el aullido a costa de falsa de carne y ahogándose en ese liquido rojo intenso, someramente devastador. Y el instinto lo interpola al acecho, de pronto, ya llenó de vida, cubierta la necesidad primera de sustentarse, requiere una hembra vientre abajo. Y dentellea desesperado por accionar el mecanismo, la llave penetrante.
¿Sangre?
Acuciosa visión, sangre,
En mis costillas, hundiéndome,
Ahogándome, abandonándome,
¿Sangre?, ¿Sangre burlada?, ¿La mía?
No es cierto.
Salen de sombra, cielo rajado, manos abiertas, jeringa arriba y sonrisa. Ojos amarillos de mundo, de oriente un viento que mece las hojas. Y el animal entiende. Corre, el proyector vacila. Los cables es estiran, se rompen.
Y no hay arboledas ni rio ni Zetante. Ve la aguja casi rozándole el cuello. Oye el lenguaje de un mono estirado, vibrante. Consciente está el animal, cuando sujeto de nylon, cruza el muro acerado. Hay un fogón de fiesta, los cazadores han llegado sin lanzas ni escopetas, pero si con proyectores, jeringas, computadoras y un cuadrúpedo famélico.
Cazador cazado, animal de animales, el ciclo. Consignas con olor de sangre, apetece y escurre el animal, mientras aún piensa en devorar a un Zetante, tres Donorias y un lactante, antes que lo devoren los monos estirados.
Fin
Nota del Autor: Los nombres de animales no corresponden a la realidad presente ni futura, si no a un capricho mío. Si alguien, puede pasar (v.v), alberga la esperanza de conocer a un Zetante y en el peor de los casos, merendarlo. Pues que me avise, me encargaré de invetarle una manada de Zetantes (Verdaderos).
Cuidadoscon los vientos del Oriente.
Adios.
n.nU
Relato dedicado a mi Conata, que lectora y crítica favorita, y por sobre todo, mi persona predilecta en la humanidad.