LO TERRIBLE DE TODOS LOS DÍAS
POR EL AUTOR
Existía en velocidad de correr bajo el rumor de arboledas azotadas de viento. Siete de la mañana. Es así como deambula, un poco en la última puntada del hilo y un tanto al borde de salirse de la tierra. Agitando los brazos surcando el intangible mar del no poder resistir más lo terrible de todos los días.
Bordea cuadras desconocidas, poco importa la substancia del camino y mucho menos la intrascendente coordenada de una calle, el imperativo motivador de su escapada estaría patente donde fuere sin importar los detalles. Sin excusa mantiene un ritmo destinado a derrumbarse en cansancio y degastes inminentes. Incomprensible lo que murmura, misterio absoluto de nerviosismo, prisa y levedad. Indefenso asume la verdad que ignora, sudando el mundo a raudales, impregnándosele la piel de polvo y con la vista impertérritamente enfocada a un espacio indeterminado. Correrá aunque sea lo último que haga, hasta que ya no pueda hacer más nada, porque pretende desintegrarse en el físico padecer del cansancio. El corredor tiene once años e ignora límites, porque la sinceridad derriba el muro de lo posible.
Helena, sentada en el piso, abstraída en el imperio del día sobre las tinieblas, mudez indefinible la envuelve mientras apoya su cuerpo en una pared y respira. No se pregunta cosas importantes, porque ha desistido de la búsqueda de respuestas significativas. Está vencida, abatida. Recluida en una casa vacía a puerta cerrada, ventanas cubiertas por periódicos amarillentos y los ruidos inconsistentes de la calle que no consiguen amenazar en lo absoluto. La realidad se transfigura en soledad y lo sabe, está aferrada con uñas y dientes a la frontera tangible, evitando lo ya parece inminente, aquello que vendrá a rematar días horribles de estrechez, angustia y caminatas.
Oigo el rumor de sus pasos, viene llegando a todas luces malhumorado. Lamentablemente consigo acertar, el viejo hace tambalear la casa de un portazo brutal. Mal día, seguramente una jornada nefasta que pagaremos mamá y yo. Mejor correr al escritorio y hacer la tarea sin rechistar. Me mira con el cuerpo hundido en el sillón, la camisa a medio desabotonar, tensos los labios prestos a ladrar. Sostiene el control remoto del televisor en una mano, la otra de puño cerrado aguanta un impulso desbordante de romper y rasgar.
Y ahora un vozarrón que grita, cada palabra infunde una irremediable sensación de agresión. Grita porque mamá se demora en servir la cena, grita porque suben los pasajes cuando la bencina baja, aúlla por lo vano e importante de sobrevivir, incluso por la colusión de las farmacias y los puentes que se derrumban como naipes torpemente apilados. Grita porque quiere tener y controlar tanto y apenas, al límite de la bicicleta, alcanza para el fin de mes.
Mi padre, prisionero de los elementos accidentales de ser hombre, no me inspira repugnancia ni orgullo. Parece tan extraño verlo indignado de lo inmanejable, ajeno de lo contingente y aún títere de la vanguardia, que una insufrible pena me invade al observarlo ir y venir en vueltas de carnero sobre lo que hace y deja de hacer la oposición, sobre el pezón que muestra y oculta Marlen Olivari y todavía sobre Bielsa con el tres cuatro tres de la selección.
Pero otra vez grita, quizás ahora ennegrezca la otra mejilla de mamá. Ya lo veo hundir sus nudillos en ella, fracturar esa fragilidad como vajilla al enfrentarse a una muralla. Siempre del mismo modo, ella expía al mundo, y si no alcanza con ella del excipiente me encargo yo.
Confronta la puerta desafiante e inmóvil, firme en la determinación de no salir. Pero tiene que hacerlo. Las piezas deben desordenarse en el tablero previo a la ofensiva, el resultado es la consecuencia de hechos, no de simples ejercicios de raciocinio. Lo desea tanto que seguramente va a intentarlo. Las circunstancias lo merecen y él simplemente debe arriesgarse alguna vez. Porque lo verdaderamente temible es la abstención, el no hacer nada, el crónico reflejo de evadir. Ahora será diferente y de alguna manera quiere creerlo así. La decisión pende de un hilo, la mano le tiembla al contacto con la manija de la puerta. Tensión desorbitada ante una actividad típica y rutinaria.
Aníbal y el drama otra vez frente a la puerta de la casa.
¿Qué son once años? Atomizada fracción de tiempo vital y qué más, probablemente un poco de burbuja, niñez. El corredor y el camino, los recuerdos que intentan refrescarse y traer consigo el horror. Apresura su andar, el viento le roza las mejillas distrayéndolo, cada paso hacia adelante obstruye la proliferación de palpitantes remisiones del pasado.
El corredor desborda frenesí ¿Quién podría detenerlo? Parece una flecha planeando en el cielo, tiene que caer en algún minuto, pero no sabe cuándo, y mientras surca el cielo con la convicción infinita de terminar, sigue siendo manifestación de vida equivalente a la eternidad de los ríos y los hielos. Un momento tiene el mismo valor que todos los momentos, la cantidad induce a error, la intensidad entrega certeza punzante. Corredor inalcanzable, navega por la calle, avanzado espiritualmente billones de millas en quinientos metros, nada importa y a la vez, cada elemento del entorno desborda esencialismo inaudito.
Planea por Lautaro al llegar a Presidente Ibáñez.
Helena fabricada del barro. Prisionera sin barrotes, acento de lo precario e ineficaz, sabor amargo, raíz enganchada a la naturaleza de mal vivir. Viene llegando la tarde, Helena contempla al cielo ruborizarse por aquella rasgadura del periódico que recubre la ventana, el fuego enciende las nubes en rojo intenso. Piensa en lo mucho que le recuerda aquel fulgor rubí con la circunstancia de morir. Últimamente todo es mortandad, la finalización de las corrientes del pensamiento estacionan en tales conceptos con naturalidad pasmosa, no lo puede evitar. ¿Podríamos culparla por ello? Quizás, pero ignorando las cientos de horas que aguarda por una salida, el anhelo poderoso de ser salvada. ¿Salvada de qué? De las terribles circunstancias que la atrapan y encarcelan a ser víctima y victimaria, hacedora y creatura, árbol y fruto. Está abandonada porque quiere estarlo. Lo que necesita la hace sufrir, ¿Acaso no es humano? Lo es, y no obstante, ya no lo soporta, qué vamos a hacer con ella, dónde vamos a terminar con Helena. ¡Quiere que la encuentren, pero se oculta todavía más!
Rabia. Calle a las tres de la tarde, el sol florecido, se detesta por abrigarse en exceso. Nada que hacer, situación consumada y acontecer firme. Vemos al agresor caminar por el medio de la calle, con la mirada perdida en el horizonte lejano, buscando casi exasperado un rastro de Rodrigo. El puño cerrado, ¡Endemoniado Rodrigo!, la presión lo automatiza, apenas lo aprehenda va enseñarle tres o cuatro cosas. Una bofetada, más que eso, un rodillazo en la abdomen y tantos puñetazos. Necesita verlo ensangrentado, una urgencia de experimentar el dolor ajeno, sentirlo en las entrañas latigazos en la carne. Necesita…
Porque todo es sufrir.
Nacer, llanto en la cruz de la madre que gimotea y la sangre. Nacer es lamentarse, físico padecer, la crudeza de los elementos y descubrir. Crecer, decepcionarse, elaborar y devastar la burbuja. Madurar, el derrumbe de los últimos vestigios, aborrecer o someterse a la estructuración y el proceso. Envejecer, el apego antes de partir, los cuervos y el desamor.
Porque todo es dolor, la felicidad implica sacrificio. La ganancia de uno se traduce inevitablemente en la perdida de otro. El privar a un tercero de lo que necesita para eludir sensaciones indeseables, desencadena el remordimiento, la intranquilidad y finalmente, la culpa. No hay salida, la conciencia liquida o la ley natural tarde o temprano lo hará.
El agresor, abstraído en el impulso destructor, se consuela pensando que un niño de tan sólo once años difícilmente podrá alejarse demasiado…
Sudor que le resbala por la cara. Recupera el aliento apoyándose en el tronco de un árbol. El mundo que se acaba a cada exhalación, gloría de medio día, comienza a calentarse la tierra azotada de rayos de sol.
Dios muestra la puerta y esconde la llave.
Un niño que quiere llorar, que no resiste el presente, necesita alejarse y correr. El firmamento limitado termina en alguna parte. Y qué habrá allí, se pregunta el corredor, ¿Un espacio en blanco? Tras el telón se hallará el pensador de todas las cosas.
Dios muestra la puerta y escondo la llave… ¿Para qué?
Semana tras semana, Helena, ¿Dime qué es lo quieres? El hambre fustiga, pero no sólo se trata de eso, ¿Verdad que no? Hay algo más, ese dolor que te dobla en dos cada noche, aquella pesadilla que no consigues olvidar y esa vaga sensación que parece un anhelo.
Semanas tras semana, Helena, sentada mirando los muros sin pintar y el polvo flotante. Pies descalzos recorriendo Independencia, buscando tanto auxilio en una sonrisa y esa moneda que no llega. Haraposa buscas la redención, el pelo tieso y hedor de frutas descompuestas te acompañan donde vayas. Notoriedad que no llega, ¿Método? Ni de broma. El asunto no es que te descubras, va más allá. ¿Actitud? La confrontación no siempre consiste en combatir, a veces con evadir es suficiente.
Las cosas van de mal en peor. Ya no queda vajilla, la destrozó toda en ese arrebato de un momento. Pulverizados testimonios de loza recubren la alfombra amontonándose azarosamente por cualquier parte. Mamá que se encierra en el baño, habla en histérica transmisión lamentada, arrepentida.
Papá fuma. Hay tensión y no la comprendo, sin embargo soy todo nervio e intuyó lo que vendrá. Enrevesados sonidos, mi padre y los gritos que subyacen a los argumentos; y aún después de aquello, en la hebra más menuda de la realidad, gobierna algo que se parece mucho al miedo sin serlo.
Y de un puntapié vence el pestillo de la puerta, la irá es materialidad devastadora. Se instala un silencio que devora los muebles, engulle la pintura de los muros y el nominal lazo civil que no ata. Cierra el puño en el largo cabello de mamá, a tirones la arrastra por pasillo. De rodillas, Helena se defiende agitando impulsivamente sus brazos. Un rodillazo de papá le nubla la conciencia en un sonido hueco y lamentos que se apagan en desmayos…
Aníbal, acosado por temores, mira compulsivamente ambos lados de la calle, como si cada rincón material pudiese desprenderse inesperadamente de su lecho y agredir. El objetivo, el fin último de todas las pericias que supo venir al momento salir de casa, se le sugerían demasiado complejas para ser abordadas en circunstancias nada inusuales, poco sorprendentes.
Ya podía divisar la fachada infame, las ventanas torpemente cubiertas por periódicos amarillentos, los muros sin pintar y esa desconcertante sensación de abandono. Allí moraba la escogida, princesa soñada tantas noches y encontrada casualmente una tarde cualquiera pidiendo monedas en Independencia al llegar a Freire. Aníbal comprendía, o al menos intentaba hacerlo, el carácter único y valioso de su oportunidad. El proceder debía ser tan categóricamente brutal, que la sola declaración de intenciones, aunque fuera a costa de pura sinceridad, condujera rotundamente al cuestionado éxito. Sin duda necesitaba de un milagro, y por ello también el empeño en forzar la atmósfera excepcional, ese estado de todo es posible si se quiere demasiado. No olvida las dudas y los argumentos conjugados a inhibirlo, de hecho aquellas locuciones racionales persisten en propagar arrepentimientos y lamentos. El riesgo, la posibilidad del peor de los escenarios, lo seducía a pasar la infinidad de los días en terror reverencial al concierto de los hombres. Pero no, tenía firmemente decido a hacer pedazos la sintropía de una vez por todas. Y Helena iba a escuchar su discurso de amores, porque si se rehusaba la obligaría. El amor lo embrujó de improviso, y de improviso y a domicilio descubriría la calidad de sus sentimientos, correspondidos o no por la destinataria de ellos. Zanjado el asunto, imbuido en la convicción de que no siempre es preciso el momento adecuado, se aproxima ante la inminente barrera que separa a Helena del resto del mundo.
Lo que le espera remite al misterio, inmóvil, contemplado por segundos quedos la madera a mal traer y la chapa de la puerta, espera por ese empujón que desencadene el valor superior a cualquier miedo. Daría la vida por ese arrojo que seduce al héroe, ese frenesí que enardece al deportista en ese último esfuerzo que antecede al triunfo o la derrota…
La infrecuencia la hizo dudar y por un momento tuvo la impresión de que estaban llamando a la puerta de su casa. Lo más lógico era pensar que se trataba de una jugarreta mental, Helena lo acepta rápidamente, rindiéndose enseguida, no vale la pena dejarse seducir por una quimera.
Insistencia. Ilusión que persiste, y si fuera cierto, algo en su interior necesita creer en lo que sea. Construye una extensión pormenorizada de las posibilidades desde el momento en que se pone de pie hasta que posa su mano sobre la manija. Y ahora, arremetiendo al final, la duda. Lo hago o no hago, curiosidad que la carcome en segundos e inquietud. Suda, único signo que exterioriza el estado de alerta vital que la conmueve.
Sin más solemnidad que un gesto, abre la puerta.
El corredor se llama Rodrigo y no puede olvidar el calor de un abrazo materno. Difícilmente aceptará lo que jamás volverá, es indeleble el cesar de la vida y a sus once años lo comprende. Lo van a encontrar. Ya vislumbra la figura de papá brotando de una esquina, esa mirada que inmoviliza y el castañeo estridente de sus gritos.
Aníbal que desata la jugada prevista, y sin más presentación que una sonrisa que pretendió agradar sin conseguirlo, da rienda suelta al caudal de amores arrastrado por semanas. Sin formalismo, bruta sinceridad. Te amo desde que te vi pedir monedas en Independencia, tu soledad me desespera y quisiera llenarla por completo. No me voy con rodeos, te quiero en mi casa, criando mis hijos y amándome por las noches. Si crees que estoy muy loco, cierra esa puerta de una vez, pero bien sabes que se trata de una gran oportunidad….Helena, podemos ser felices, dos extraños enlazados casi por azar, salvados de sí mismos por la compañía del otro. ¿No suena maravilloso? ¿Un milagro que llega a tú puerta en la forma de una propuesta? Ser feliz y querer serlo son la misma cosa…
Agresor que busca en caminos lo que en casa no pudo retener y terminar: Rodrigo. Calles, arboles y pasajes estrechos lo absorben a momentos y acciones en suspenso. El cuello de la camisa desabotonado, manchados los puños levemente de sangre, largos cabellos enredados a sus zapatos. Sólo una convicción sustenta todo: hoy se acaba.
Helena de hielo. Impávida, tan dócil y manejable, se deja llevar en locuciones que no entiende. Algo la invita a temblar, nerviosismo, rubor. La situación se desarrolla distinta a como siempre la soñó. El hombre que la enfrenta se acerca y sin que nadie lo invite, ingresa a la casa, como dueño absoluto de la circunstancia.
Rodrigo ya no evita que lo gobiernen imágenes, intentó evadirlas, pero ya no más. Es casi sentir de nuevo a papá arrancándole los cabellos a tirones a Helena, reventándole la cabeza a puntapiés iracundos y gritando hasta el cansancio: te amor, mi amor, pero no me entiendes. Te amo, corazón, pero ya no lo aguanto.
Aníbal, que cubre sus falencias en arrojo, se pasea por la morada miserable buscando vestigios de asentamiento. Nada ve, sólo unas mantas amontonadas en una esquina, las paredes expuestas y humedecidas. La contundencia de su discurso sumergió a Helena en un silencio profundo. La mira fijamente, de pies a cabeza, examinándola inescrupulosamente. Piensa en la común realidad que los enlaza, en la cruz terrible que los hace uno en el sufrimiento. Ella que en la precariedad anhela una salida. Él, encerrado en sí mismo, temeroso de contactos humanos nocivos, tantos años automatizándose en rutina, oxidándose en locuras y necesidad. Tiene que ser mía.
Sin prisa ni emoción lo descubre de pie, abstraído por completo en nostalgia; El corredor ha dejado de correr. A su merced, el agresor presiente la disolución definitiva, familia que se agota. Libertad de vínculos…al fin.
Llora. Esa mujer que busca esperanzas en gestos anónimos de la calle, compasión e incluso lastima, llora cubriéndose el rostro con las manos. Entrega a ese desconocido lo valioso de una esperanza, sin arriesgar permite que aquel hombre le acaricie la espalda y la enlace en voraz abrazo. Olores pestilentes parece no importarle al extraño, la ciñe bien fuerte, como si se tratara de una materialidad preciosísima. Sin oposición alguna se deja conducir a cualquier parte, nada puede ser peor.
Las historias de amor nacen de maneras insospechadas. El futuro se construye de azares, impulsos y errores. Acompañada de un perfecto desconocido se sabe construyendo familia, lazos, raíces sin querer ni poder hacerlo.
Rodrigo percibe peligro demasiado tarde, alcanza a dar torpemente un par de zancadas antes de caer derribado por un puñetazo en la espalda. Su rostro se estrella directamente en el pavimento tibio. Tambalea al intentar incorporarse, otro golpe lo somete a estrellarse al suelo. No quiere abrir los ojos, quieto y a oscuras resiste jadeante la intensidad del dolor. Contacto, ásperos dedos le rozan la mejilla izquierda, es como si le recorrieran el rostro dando pasos. ¿No son maravillosos estos momentos, hijo mío, que sabes como empiezan, pero jamás cómo terminan? , le murmuraron al oído.
El inicio. La promesa de una tarde. Caminan tomados de la mano, el gesto pretende ser tantas cosas y construir verdad a costa de voluntad e idealismo. Ella que
acepta sin reparos, la carencia aguda la sugestiona a un sí perpetuo. Él, que sólo conoce el plan y especula.
Desconocen si va a funcionar lo impensado, pero van a intentarlo. No son amantes ni pretenden serlo, pero necesitan complementarse, sentirse parte de algo. Y esa urgencia, la de pertenecía, los arrebata a impulsos y locuras.
Lo irracional que promete salvarlos del yugo interpersonal de la realidad, los alienta y sustenta. Utopía de cuatro paredes, evasión simbiótica de parásitos que se buscan en el concierto biológico para alimentarse el uno del otro. Unión que ambos saben temporal, accidental, azarosa. Él va exprimirle hasta la última gota, y ella que no va a oponerse, porque prefiere ese nefasto destino a una vida anónima y carente de significado.
El mundo no es como a Rodrigo le gustaría que fuera. Presente, el rostro literalmente hundido en la calle, respiración entrecortada. El agresor camina a su alrededor demorando a placer el momento. Va a terminarse, tiene que acabarse. Corazón que late desbocado y la idea de morir que se respira. Coyuntura que no puede traducirse a palabras, la duda y el tormento reinante. Lo terrible de todos los días, cierre del telón y el silencio exasperante. Pronto, tan pronto.
No pudo alcanzar el final del firmamento, escapada frustrada y la veracidad de hechos que lo encuentran, capturan y rematan una tarde. Corredor que sigue aceptando aquello que ignora, padece inevitablemente un castigo inmerecido.
Puntapié en la espalda, Rodrigo retorciéndose, lagrimas que acompañan a un alarido que nace y se extingue en segundos dilatados. Sin pausa, golpe brutal en las costillas, otro en los muslos y en la nuca un par de veces más.
Violencia manifiesta, salvajismo paterno. Agresión progresiva, expansiva. Dolor generalizado, sistémico y transversal. Sentidos disminuidos, poco a poco se desconecta del mundo sensitivo de los sonidos, olores, colores…cada palabra del agresor la intuye, porque las voces se le alejan cientos de metros. Se va despidiendo de las cosas, de la senda que no caminará y pecados inconclusos. Sin tristeza, pero con la satisfacción infinita de que tal vez sea mejor que todo acabe, va entregándose al cese y al final. No hay dolor, sólo ausentes…
Y entonces, desde la lejanía, llantas rasguñando el pavimento, voces de mando y carabineros. Rodrigo no quiere ser salvado. Aníbal que se ve atrapado, armas que lo apuntan y tarea que no va a concluirse. Llamados al orden, coacción implacable, Padre reducido e Hijo que elude el sacrificio.
Corredor herido sobre una camilla, ojos casi cerrados por los moretones, mira el mundo que casi abandona, que debió dejar de una vez por todas. Aún vivo rumbo a la ambulancia, medita. Escapó para ser hallado. Los culpables, ya ausentes, lo han abandonado para siempre. Va a encerrarse en sí mismo, lo sabe, y va a cometer lo que ellos cometieron, porque la historia se repite y él no es otra cosa que un eslabón en la unión y disolución de personas que se necesitan, pero se destruyen. Te amo tanto, pero lo no lo soporto, decía su padre, y en esas contradicciones vitales, Rodrigo se odió por sobrevivir y, a pesar de todo, todavía necesitar amor.
***
Fin
El Autor, Concepción, 25 de Mayo de 2009
Nota del Autor:
Dedicado con infinito amor a Constanza. Amor mío, comprendo el pesimismo al que te refieres, pero debes comprender que no siempre la alegría va de la mano con la razón. La verdad es precaria y sin anestesia, brutal y no admite licencias con nada ni nadie. Creo que la indignación, la reacción de recibir lo que no quiere, puede aletargar corazones y florecer esperanza allí donde sólo hay terrores consumados.