Al muro de carne que
Sostiene todas cosas.
Siete mil quinientas muertes de Anne Rose.
Por El Autor
“El Rastro moría a la sombra de su Vientre”
Alejo Carpentier, Los Fugitivos
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Testimonios. Terrible, ellos. Los náufragos.
Adriano, Roldán, Efraín y yo.
El asesino tiene nombre y cuerpo y espacio. Aparece cruzando la calle, emitiendo la infatigable fragancia de la juventud vigésima tercera. Posee dos armas, un verbo venoso y esa chispa suya inmune y desconcertante al trajín mundano. Es un hombre pálido, expresión facial fija, mentón afilado y movimientos breves e imperceptibles.
Un fantasma de conducta y deseo, pero sobre todo el asesino pusilánime de Anne Rose. Dobla la esquina y se empeña en la calle abierta; Las prisas matutinas no lo distraen. Mira a todos lados con disimulo y lentitud. Y sigue caminado cargando en sus espaldas el peso de millones de suposiciones planeadas, efectos revertidos y errores imprevistos.
Anne Rose, a esas horas en cambio, duerme abrazada por almohadas blancas y sabanas tenues. Sueña con un cometa de color insolente. Ella vive la afásica realidad onírica de sueños con sabor a cigarro y alcohol. Quizá tenga migraña. También hay un hombre que la acompaña, apartado por enredos de piernas y pieles. Aunque aquel detalle es inicuo, pues finalmente es ese paladín y ningún otro quien la traicionó.
El asesino lo sabía.
Todos lo sabían.
Ahora la mañana es plateada. Existe una capa delgada grisácea, procedencia dudosa, que viste y resbala del cielo siempre desnudo. Las nubes desafiantes vociferan agua-lluvia y un refrío. El Asesino está tranquilo. Casi sonríe y sin notarlo deja brotar un aire de elegancia y fría distinción mientras devora concreto con la suela del zapato. Su nombre es Adriano, como la muralla. Entra al hotel saludando al portero con cómplice profundidad visual. Se escurre como serpiente por la alucinante cerámica al ascensor, predispuesto ya para subir al noveno piso. Los espejos del aparato le devuelven un rostro calmado y ojos selenitas cargados de frío y maquinación desbordante. Imperturbable, su cuerpo, no da cabida a la duda; Sube hacía el lecho pasional de Anne Rose más afilado que una cruzada.
El paladín finge nadar con Morfeo. De reojo ensaya el guión y repasa la sorpresa que tendrá que actuar con magisterio para la vieja. “Un grito vendría bien”, concluye.
Anne Rose sueña con elefantes.
Adriano piensa cómo gastar el dinero. Sin darse cuenta inserta la copia de la llave en el cerrojo. Es todo fácil, muy de sueños, siente sus pies pequeños. “Quizá caminar en la luna se sienta así”, piensa en vértigo. Cruza impecablemente la defensa última de la cenicienta, silba trayendo consigo la jungla y el escándalo. El paladín responde con una exclamación grosera y Anne Rose ve la muerte manoseándole la cadera. No es tonta, deduce perfectamente lo que sucede, pero es tarde y casi inevitablemente Adriano, cogiéndola ya de la muñeca, le suelta la frase asesina.
- Vengo por la ContraNovela.
Un túnel morado, lleno de espinas y de sangre. Arriba, las nubes y abajo, la guadaña y la ContraNovela. Pobre de ti, Ana Rosa.
Adriano nace por vez segunda cruzando la calle, miedoso hasta el último mechón electrizado del moño. No sabe bien cómo y por qué avanza en el sector exquisito del pueblo. Se cree títere de la vanguardia. La gente que lo rodeaba lo discrimina al mirarlo. Tiene veinte y tres años apenas. Ve de lejos la pompa del hotel que en sueños dibujo con desespero y frenesí. Y absorbe la calle hasta ver su reflejo en el vidrio de la puerta principal del hotel. Sin antes pensarlo dos veces, se atreve a usar el ascensor y presiona el botón en la muralla para solicitar un ascenso.
Anne Rose viene bajando, va media desnuda y un hilo de sangre le baja por mejilla. Los espejos del ascensor le devuelven su cuerpo ancestral. Espera con ansías el primer piso para huir del bestial hombre que la persigue.
El caballero está fuera de sí. La vieja no se muere, tiene el cuero duro como un armadillo y se escapa como el algodón. Pero la atrapará, tiene un secreto bajo la manga.
Adriano se incomoda. El ascensor demora, un presentimiento lo encadena a la imagen difusa de
Entró en el azul imposible, dientes desnudos le hacen cosquillas mientras la ducha lo jabona y lo susurra. Pensamientos de gelatina y comida hervida lo atañen a la cocina. Sabiéndose desde ya tenedor del plato fuerte, decide apurar las faenas del agua. Sale entonces del vapor cubierto por toallas y nubes, se viste como muerto enlutado de negrura y gomina ceñida a la nuca. Paso a paso se come el pasillo, se envuelve en olores y sale sobre una bandeja terrible de platos.
Lo miran y reflejos hambrientos le recubren el cuerpo, la luz del cielo es demasiado intensa. Hay un ritual. Voces dramáticas repiten letras españolas, una armonía responde al llamado de los dientes.
Tenedor del plato fuerte, un respiro, el miedo. Y… Dedos que lo enlazan desde las piernas, firme, apretado. Sintió el primer impacto cuando sin compasión ni paciencia le hundieron la cabeza en el filete caliente y el mundo se le llenó de arroz y carne.
Y el cuchillo no para de cortar, tiene fiebre de katana. El trabajo no acaba, es una guerra sanguinaria. Los dientes en la cabeza le arden de dolor, de cansancio. El tenedor mira el plato de fondo, medio lleno y aún vibrante. Las horas se escurren por la mesa, las risas comensales apestan y tienen olor de piel cocida y codicia. Hablan de dinero y de cosas de la tierra.
La cena se interrumpe y el tenedor presta ojo para fotografiar al verdugo que lo sujeta por las piernas. Es un hombre joven de aspecto nervioso. Desde abajo, el servicio plateado unánime señala que está fuera de lugar en el restaurante, el joven es un extranjero de la buena mesa y las finuras.
La pausa continua. Sólo hay tres personas, las otras gentes se retiraron inusualmente de la mesa. El verdugo de nuestro tenedor, conteniendo el titubeo de su voz, dice finalmente:
- Ustedes dirán,… puedo hacer lo que sea.
- Es Anne Rose, ¿Comprendes? Sólo ella – responde el hombre delicado, dueño de un bronceado impecable.
- Comprendo… - resopló el verdugo – buenas noches.
El tenedor lo sigue con la mirada mientras el verdugo se borra con la noche y acaricia la puerta con su espalda antes de sumergirse en la calle y escurrir.
La segunda muerte de Anne Rose la encuentra hundida en la tina, con el vientre reventado y los ojos desorbitados de miedo La tercera es culpa de Adriano y los conspiradores. Las otras siete mil son consecuencia de la historia y las que restan, incluso, capricho de la ContraNovela y sus fieles servidores.
ContraNovela vengativa, pobre Anne Rose, azotada por el honor herido de cientos de miles. Acosada, ella la cenicienta, por el calor de piel de hombres y niños alocados por el hedor de hembra que le nacía abajo del vientre.
Siete mil luces de un escenario, obertura de un drama destinado a nunca terminar.
ContraNovela.
ContraNovela.
ContraNovela y la Ana Rosa.
Efraín es un niño de siete años. Gusta de libros satinados y tiras cómicas. Mira programas de terror en televisión y tiene fama de valiente, porque cuando juega a las escondidas no tiene miedo del rincón oscuro.
Su mundo es cuadrado y se extiende por diez cuadras y un poco más. Su casco y su espada son herramientas de lucha, su caja de tesoros vale más que cien billetes rojos y sus recuerdos son felices. La primera vez que deliró de fiebre vio un maíz gigante, casi como un edificio, y se vio a sí mismo recorriéndolo en bicicleta, en círculos, constante y velozmente, enloqueciendo de calor y dolores.
En su bolsillo guarda celosamente una baraja de cartas, envueltas y apretadas con una liga gastada. No hay jugador de la cuadrada al que no haya vencido, y aunque a veces invente un poco la interpretación de las habilidades en inglés, es el mejor sin duda.
Ayer soñó que navegaba el mar en una silla de ruedas, pero eso no fue tan impactante como ver a la cenicienta flotando boca abajo en una bañera. Esa noche despertó sudando, gimiendo: “Anne Rose, Anne Rose, sólo a ella”.
Fue una mujer irreal, amada por señores románticos, deseada por jóvenes insolentes e idolatrada por viejos de abultadas billeteras. Tuvo los años bien llevados, atraídos más la resta que a la suma. Era vivaz, de intelecto preciso y caricias cuadráticas. No se supo de dónde vino, apareció un día de improviso en la redondez de los parques, paseando sola y mirando el norte con nostalgia animal. Decían que mirarla ablandaba el corazón de cualquiera; Hombre que no se enamorara de su soledad simplemente podía ser un Quijote sin molino.
Anne Rose era sobrecogedoramente cautivante, atrapaba las raíces sentimentales de la gente y no las soltaba. Así, divulgándose sola a las siete de la tarde, causó una conmoción cervical implosiva. Se sucedieron revoluciones enfermizas, Anne Rose brotaba en los sueños ajenos con su sombrero enorme y su matiz martillado, abrazada por ángeles y palomas moribundas.
Anne Rose acarreó la tragedia a punta de sueños ajenos, pesadillas y maromas extranjeras de bruja-gitana y remolino del desierto.
La tercera vez Adriano reaparece esbozado en sabanas lloradas. Es de nuevo distinto, con titilantes veintitrés años y somera calidez de quietud concentrada, uniforme. Duerme, no sueña. Es muy temprano, la luz es tímida y bipolar. Adriano es un objeto inmóvil, oriundo de Fidias u bien una pausa sostenida del aliento vital. Aparecen por entonces los olores callejeros, por la ventana desde abajo, invadiendo la calma y plegándose a razón de proporciones. Hay una fotografía en la pared, suspendía a media asta, que lo observa con ternura, esperando con fanatismo vuelva a la conciencia.
Su almohada está cansada y hay rumor de objetos, “Se le hace tarde”, conspiran en conjunto, y en desespero, los libros se caen de los estantes, uno a uno, con disimulo. Hacen el sonido justo para abolir el sueño, pero el amo tiene hoy la conciencia de plomo y no abre los ojos.
Desde la cocina, bastante cerca de la pieza y del baño y la sala de estar, dos cucharas y una taza esperan la señal emitida por la zambullida del diccionario. Se produce, el susodicho libro aterriza sobre la novela del colega y resbala por un túnel de diarios viejos y revistas.
Concierto. Baile de cables y música incipiente de una taza abochornada por piernas de cuchara y susurros. “¡Que despierte! Se le hace tarde”, sisean las cortinas azotadas de sol y cielo. Peor Adriano no responde. El bullicio es una sintonía desesperada de objetos histéricos. Ruidos y gotas de la llave, resoplidos y cantos insólitos de pájaros caritativos de la calle sobre el árbol. Pero Adriano es un muro de cera, quieto, atonal. Hay miedo, terror de los objetos ante un dueño que no despega los ojos de la noche. “Y ya son las tres”, se recuerda el reloj de muro con algo de pesar, implorando casi al minutero más clemencia en el implacable correr de las horas. No obstante, los esfuerzos vanos se sucedían, en tanto… las ampolletas encendieron a rabiar, reventándose y precipitando al suelo, sobre las revistas, los libros. Medidas desesperadas, calcetines libertarios asomando las costuras por entre las rendijas de los cajones. Las sabanas siente frío, Adriano está helado, más que nunca y hay pena, de inmediato un hilo de angustia arremete en todos lados. “Se nos fue”, suspira la ventana derrumbándose en dolor, aboliendo las hojas del invierno, sacudiendo lagrimas y confundiéndolas con gotas de cielo.
Sobre la mesa de noche, descansando pusilánime y al margen, una nota de letra bronceada vocifera, en sordina, una dirección de hotel, el número de una habitación y otras cuantas instrucciones precisas. Bajo la nota una llave. Adriano no volverá a levantarse nunca.
Anne Rose amanecerá abrazada por un chuchillo y un paladín.
Nada cambiará.
Hay cristales que nunca deben destrozarse, poseen un valor distinto, quizás emanen una valía frágil que sobresale del universo e irrumpe transversalmente en la retina. Roldán alguna vez lo supo, claro está, mucho antes de tocar la piel aceitunada de Anne Rose y nadar en las aguas románticas del desenfreno.
Pues sí, Roldán se fascinaba en la sabiduría del vidrio y las delicadezas del cristal en bruto. Se decía que era un artista en la materia, pero fue bien sabido que los cabellos imposibles y el cortejo onírico de
Cuentan que al verse abandonado tempranamente por su musa, la existencia se le oscureció, nunca pudo volver a ser el mismo. Su destreza le cerró las puertas y cayo en desgracia. De noche, los vecinos reparaban con preocupación en sus gritos de pesadillas y sus evocaciones sonámbulas de Anne Rose desnuda.
Hace un par de años desapareció. Algunos creen que la fue a buscar.
Ocultó el rostro en dos manos y gimió antes de guarecerse bajo la cama y respirar el polvo de las alfombras. Escuchaba pasos, no veía nada, la oscuridad penetraba los poros de la piel y escudriñaba los pensamientos secretos, urdía en premoniciones y batía alas ahogándose en líquidos internos miedosos.
Anne Rose era presa del peligro encasillado en la piel de un tal Roldán, al cual vagamente recordaba y mucho menos amaba tan imperiosamente cómo él se lo exigía. Se encontró, ya hundida en las hebras de la alfombra, añorando distancias y seguridades que el tal Roldán no le confería. Escuchaba su voz de trueno herido, llamándola por su nombre de pila, invitándola a morir al pie de una estocada o bien hundirse en un abrazo por siempre jamás.
Sintió olor de hombre, cerca, tan encima que casi pudo haber adivinado qué había bebido y en que cantidad. Tembló, se cubrió la boca con los dedos, intentó no emitir ruido. Y se sentía excitada, nerviosa, aterrada. Sus pensamientos era un aluvión de heridas abiertas, cerradas, chuchillos y sabanas.
Cerró los ojos. Tiniebla tensa, caótica, a punto de quebrarse y hacerse polvo y blandirse como escudo inútil. Y un paso cauteloso, luego otro, y antes de sentir el siguiente, ya veía nubes agarrotadas de ángeles. Sintió que el tal Roldán apoyaba la mano sobre la cama, seguramente iba a inclinarse para mirar debajo. Y gimió, no pudo evitarlo. Los movimientos del tal Roldán fueron activados por fuegos fatuos, arrastró a la cenicienta desde su escondite y le molió el cráneo con furibundas patadas viriles, calientes. Y cuando Anne Rose ya no se quejaba, la hizo suya llorando. Recordó en tanto que algunos cristales nacen para no ser quebrados y algunas mujeres fallecen para vivir hasta el ocaso.
Se la devoró entera en un festín de amor enamorado, disfrutó cada trago de sangre bebido y aulló como lobo al ver la noche retirándose.
La radio, la calle, la humedad, los zapatos y el chapoteo de charcos morados y un ángel bajando desde las estrellas y calor, calidez tibia, silbidos de la tierra, suspiros y la radio, la tele y se mareaba en cuadrados concéntricos triangulares. Rezaban allá lejos, escondidos en cuadras de iglesias y gemidos, luces prendidas y garras, dientes almorzados, cepillos y pastas.
Efraín enfermaba.
Veía nubes escolares, cargadas de llanto y espanto. Sufría, se sentía confundido. El cielo estaba negro y Efraín tan solo. El mundo se le hacía enorme, flotaba sobre el piso de tabla fría, mirando paralelamente la ventaba y el techo sucio, enmohecido. A veces tosía, a veces simplemente contenía la mucosidad y tragaba sin más trámite la enfermedad de la carne.
Y empezó a cantar para romper el silencio que lo mataba y sonaba horrible, pero era tan feliz así, sintiéndose acompañado por voces y tonalidades escuchadas por miles de millones. Esa idea, la de sentirse parte de algo, lo hacía vibrar antes del final y aplacar el dolor de Anne Rose.
Soñaba con esta mujer terrible, de amores sufridos y una maternal caricia estremecedora, galáctica, explosiva. Efraín era un niño loco por esa presencia de sueños que le arrebata la salud y la vida.
Asomaban en sus fantasías dormidas los rostros, las siluetas oscuras, de los siete mil quinientos asesinos de Anne Rose. Quiso detenerlos, dar su vida por impedir que le tocasen un pelo a
Y el asesino aún tiene nombre y tiempo y espacio. Sugiere su forma una víbora ceñida a una presa codiciada. Adriano tiene los dedos suaves, precisos, impertinentes. Recorre los hombros de la senil Cenicienta con apenas el roce de la yema de los dedos. Le aspira el olor del cuerpo hundiéndole progresiva y quedamente la nariz en la nuca, intercepta así el olor nocturno y enamorado de años de existencia supernatural, onírica, pasional. El Paladín atina a estrecharse a la puerta de salida, sin disimular siquiera su afán traicionero. Anne Rose no le teme a nada, atrapada en los brazos de Adriano, más que sucumbir al terror idiota, cae irremediablemente en las redes de una esperanza más elaborada y sutil. “He vencido muchas veces”, razona contundente, segura.
La puerta se cierra, amante a la fuga, sombra borrada del pasillo, pasos vomitados al bajar de una escalera. El Paladín cobarde deja al descubierto a la princesa sin remordimiento ni pena, aboliendo el sentir por el lucro y aullando de gloria por el honor reclamado de hace mucho.
El Asesino es un borde, no piensa, no corre y no habla. Ahí, engarzado a la flor, llora y sigue inmune. Siente mariposas carnívoras y resplandores, ruge su piel a la tragedia. Escucha una voz, lejana, presurosa a sus ideas. “Es la Ana Rosa”, conjuga al limite, estrellando ya el navío a las rocas.
Introspección.
Adriano es muro de carne, hay niebla y algo más. ¿Qué es? Se presta a averiguarlo, tantea el aire agitando los dedos. Escamas. ¿Una Sirena?
Después.
Agua, torrentes. Luz, baja, encima. Burbujas nacen, crecen, se revientan. Olor a noche, mediodía. Adriano es un muro de carne.
Antes.
Adriano es mucha gente (Un muro de carne), se mueve en demasiadas partes.
Ahora.
Tacto. Sus dedos tocan una piel exquisita, delirio. Se quiere morir rasguñando esa piel, arde. Quiere y no sabe qué. Arde. Quimera, gris y queja. Piel ancestral, olor de aguas, enagua…rosas. (Adriano es un muro de carne)
Es Ana Rosa.
Un sueño, su encanto. Una bruja.
El asesino no tiene nombre ni cuerpo ni espacio, es un muro de carne.
Anne Rose ejecutó su jugada. Ahora espera, se queda quieta, cómoda en la mordaza de brazos del asesino. La princesa irradia la magia y trucos tantos al haber.
¿De pie? Nubes entre los dedos de los pies, torrentes. Lluvia, hojas y atrás, huesuda, habitaba la señora hilandera. ¿De pie? Avanza como muerto, encerrado. El asesino no sabe qué es y al fin…
Ana Rosa endemoniada.
Ama al amor.
Lo hace.
Lo hizo.
Ana Rosa.
Anne Rose creada del barro del parque.
Ángeles, solos, acompañados, centenares.
Brutas cenicientas.
Y más…
Tanto más
Demasiado.
¿De pie, el asesino? No se detiene, vaga. Camina tupido, cruel victima de una brujería. Alucina. Es tanto desde ayer, aunado en la fiereza de una dama cognada de hazañas. ¿Más?
Se hunde. ¿Y qué más?
Nada.
Adriano germina por cuadragésima octava vez en la cima de una montaña. Sus ojos escapan a la ponencia natural, ejecutan a cambio relámpagos y cristales. Es puro y enorme el ego que lo encarcela, más allá del filo nuboso del recuerdo, Adriano huye de la ida y venida de hechos y lugares, causas y terrores. Contempla, Adriano solo, el baile de elementos del aire y centrifuga su aliento al rugido bestial del cielo. La curva portentosa de Anne Rose es un mínimo castañeo de nueces. Las puertas se abren, las llaves le florecen con espina. Adriano intuye el rodar de acontecimientos, esa loca emboscada de soluciones que lo consumen y regurgitan en nausea y frenesí.
No hay tiempo. Nunca lo hubo.
Está solo y lejos, elaborando el destino remoto, batiendo espadas hasta desfallecer y asesinando a la Anne Rose una y otra vez. (No puede ser)
Ve el margen obtuso de pisadas, aborda el presente con acierto mortal, accediendo a taladrases al bodegón de la verdad. La libertad, solitaria, lo extrema al límite de la felicidad.
Adriano es un fantasma.
Adriano no es Adriano, dejo de serlo al minuto de ser inútil en la vida de Anne Rose.
No hay espacio ni cuerpo ni aire, el primer asesino alucina, luego reniega a la corriente de conciencia. La ContraNovela le vuelca la mirada, lo soslaya a la magia de una gitana bruja. Adriano se siente olvidado, y así, justo así, se va hundiendo en el pantanoso naufragio de una sirena, arrastrando consigo los restos de la embarcación de aventurero que lo llevo al final.
“Adiós”…
“Ahora me voy”… “¡Hay Dios, no!”
“Anne Rose…te amo; pero…me voy”
“¡Te quiero!, te quiero y te amo, te adoro, revuelta conmigo en la cama, Anne Rose…”
“Adiós, Adiós….el mar, ¡Oh no!, Señor mío”
¿Eres una voz?, ¿la mía?, ¿la nuestra?, ¡¿la de todos?! ¿Incluso ellos? Sí, no obstante, el frío es terrible, no siento los dedos de los pies. Ellos menos, nosotros a veces. ¿Tan terrible es? No lo dudes; ¡Ay, caramba! Que perversa mujer aquella, nunca podremos olvidarla.
Yo puedo. Ah, que soberbio eres. Sí, eres un tonto, como si fuese útil hacerse el valiente; menudo burro Lo haré, ella nunca me ha hechizado del todo, ¿Ah? ¡Que mentira! Entonces por qué aún estás aquí. Mero capricho, nada más que eso. Ya te veras jovencito, a ver si sales a la mar de nuevo.
¿Y la voz? Qué voz. No, nada; Olvídalo. (Efraín llorando, afónico)
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Casi un final. Un soliloquio, caliente, desde la frontera.
Anne Rose y solo ella.
La primera vez.
…Tenía que suceder, evidentemente. Era un sentir selénico, un sutil rocío de tardes, perfume meloso de parques, sabanas,…y paladines, sobre todo ellos. No fue sorpresivo, muy por el revés, lo esperaba; hice cuanto quise, estaba abolida ya de fuerza y enjambre. ¿Morir, ser asesinada?, no existía diferencia, cobije a los que apretaron el gatillo, fueron míos, no hay tropiezo. Sin remordimiento, caballeros, es la ley galáctica desenfrenada. Un clavo por todas las cruces, mi paga en plástico, hasta luego…no tan pronto, un beso. ...(Un beso y algo más)
Vigésima séptima vez.
Es una exageración barbará, tengo paciencia, pero no paciencia latinoamericana. No me voy a referirme al tema, un año no tiene más de cuatro estaciones, basta.
¡Vete! Escritor bruto ¡Déjame sola, sola, y muy sola! No me sueñes, no me quemes.
Septuagésima octava vez.
Vuelve, me siento incompleta, indefensa. Hay terror y frio, la voz no me brota, añoro la algazara de motel carretero. No soporto, detente, por favor. Te lo imploro, basta.
Es terrible, ¿Acaso no comprendes?
¿Otra vez? ¿Morir? Ay, Dios, piedad…
¿Mi castigo?
Ya no más.
Noningentésima primera vez.
….Te odio
Noningentésima segunda vez.
…y te quiero.
Dosmilésima quingentésima segunda vez.
Cuando era pequeña adoraba estar quieta, acalambrarme entera y mirar fijo al frente (sin pestañar sin sentir). Me derretía las tardes en los columpios y sufría.
Siempre estuve sola…aún lo estoy. Nada cambia. No al miedo, nunca a la pavura espumosa ni al goteo ni al crujir de las ventanas ni la pierna encima al dormir sin calma y sudar y llorar.
“No me toques más”, susurraba.
Tresmilésima sexta vez.
De niña me gustaba Efraín, en clases lo miraba desde el último el banco y amarlo con toda mi alma fue la voluntad esperanzadora. Con él conocí el amor tímido, agazapado en cartas sin entregar, juegos de amor y horóscopos de corazón zodiacal y menguante. Me llamaba Ana Rosa y brillaba, bien tupida, bajo mantas y rincones de penumbra. Nadie me quiso jamás, fui olvidada tantas veces, atropellada de caricias y embestidas desaforadas, que desde infante hablaba con nadie y soñaba con ser adoptaba por ángeles y pastores.
Tresmilésima novena vez.
Una vez, en el fragor del tercero básico, tuve el valor de juntar el coraje de enviarle una carta (A Efraín).
Nunca me contesto.
(No voy a llorar)
(No lo voy a ser)
(No insistas…)
(¡Cállate!, mis lágrimas son mías)
Tresmilésima décima tercera vez.
Enfermó un tiempo después (Efraín), dicen que los dolores y las alucinaciones no le dejaban dormir por treintena de horas, resistiendo con gran suerte tal desdicha brutal. Los espasmos y la cefalea lo fulminaron un invierno antes que del advenimiento del quinto curso. Supe que sufrió un calvario martirizado de pesadillas, repetía mi nombre hasta ahogarse en regurgitaciones verdes y sangre, pero eso ya no me importaba. Disfrute de su dolor. Creo que desde entonces fui Anne Rose.
Me fascine cuando, derrotado al clímax de amargura, su padre averiguó mi paradero y acusándome de matar a la sangre de su esperma (Efraín, su hijo), me cogió después de la escuela, muy ardiente de rabia, y me abrazó como muchas otras veces lo habían hecho. Y deleité con maldad, lo devore yo en la mudez, incrustándole mi costura al lienzo culpable de su pena.
Y fui Anne Rose allí.
Y luego con mi profesor.
Y con los hermanos de mis amigas.
Y con los padres de amigas.
Y con los desconocidos de la noche.
Y con los compañeros mayores.
Con todos fui Anne Rose, nadie se quejo.
Lo sé, me odian, pero es exquisito que me aborrezcan tumbada a sus colmillos. Soy superior, la irresoluta carne fantástica de su morbo y la puta-princesa de sus infelices vidas, pero incluso así, ellos son más felices que yo. Pobre de mí, destino fiero.
Tresmilésima decima cuarta vez.
(Interrupción)
(Corte y sale)
(Ahora... ¡Ya!)
Me deslice por la borde la meza, confundiendo mi piel con la sabor del tronco primitivo, emitiendo un ficticio y cognado olor de araucarias. (Gira la cabeza, deja bañar el escote con la luz) Y sonreí… (¡Mal! Repite, craso error)
Me deslice entre la sabana, hundiendo mis aletas a orden de arrecifes y corales, tropezando con escuderos y magos, arcángeles y caballeros de corbata. (Insiste, al grano. ¡Pompa, pompa!) Cruces al ocaso, sangrando llagas de historia, penas resilientes y rugidos y llaves y luces de neón recortadas de cola de cerdos y auge y licor prendiendo latidos. (No tontera, ¡Pompa!, gatea)
Me deslice, le bese la rodilla y no quería. (Sí, tú querías, te gusta. Te hipnotiza, te fascina; más) Cosí sus heridas con caricias de mi boca, cosí su placer con mi sumisión. (Más, actúa más) Y fui Anne Rose.
(Excelente, queda)
(Me gusta, el escenario está perfecto)
(¡Grandioso!)
Tresmilésima decima quinta vez.
Monotonía…y lo que queda, es lo que hay. (4441)
Del barro, el mismo el barro, el narrador.
Irresoluta, con el parpado caído al torrente y crudo brío del llanto, con el corazón perforado y recubierta al calor de una muralla, se hundió conmigo en la poza. Era Ana Rose, la vislumbré, vencidos los dos en el barro, con ojos nuevos y encontré en ella lo que en ninguna otra había visto.
Fui director de su drama, acumulando recortes sepia de sus parques, paladines, palacios y dianas floreadas. La describí entera, escuchando sin tiempo su geografía y su historia, siendo escriba de la curva incesante y devastadora de su paso por el mundo y la redondez de los jardines.
Le gustaban las rosas.
Nunca me dijo su nombre real. Después la vi vestida de fiesta, completa y sola. Queda en la mudes de una princesa al abandono, atrapada a la arquitectura de un árbol. ¿Lloraba? Sí, desfilaba por su cara una caravana cristalizada de espejos. Incesante, una nube, creo que también la observaba. Era Ana Rosa. Disfrazada, aturdida de voces, auto silenciándose, reteniendo las emociones y sufriendo. Estaba apoyada en un tronco, un poco invisible, quizá camuflada. Tenía ojos soñadores y nublados también de gotas. Ella sin querer liberaba la estela de un infinito rodar de ficciones. Sentí, entonces, una red minuciosa hilvanada alargándose desde fuera hacía las profundidades de mis recuerdos.
Y hubo a priori nostalgia, mía, un rubor memorial tan enorme que si hubiese podido desplomarme, sin duda hubiese hundido mi nariz en el césped. Creo que lloré.
La vi otra vez, recubierta mi cara con amargura nueva, y una debilidad me cogió de cavernas insospechadas. Aterrice en la planicie de las edades, admirando de ultramundo, las definiciones vanas de una mujer apoyada a un árbol. Fui, aún lo creo, parte de la vital fantasía de Ana Rosa. (La escribí, fui el paladín que la reinventó)
Desconozco el tiempo que me quede prendado a la sutil imagen del jardín, sólo sé que cuando tuve la fuerza de alejarme, la vejes me carcomía los huesos. Siglos añejos cabalgando por mis venas, estaba tan cansado, como si la idea de apreciar tal nostalgia me acabara, me terminara un poco, y a la vez, me rehiciera.
Llegue a casa preguntándome por qué ella vestía de gala. Me respondía, cegado por un amor de pradera, las posibilidades más extrañas. Concluí que Ana Rosa pertenecía a la realeza humana. Un valor ignoto de la voluntad divina, a lo mejor una princesa arrebatada a la Europa o la hija perdida de una dinastía milenaria.
Me enamoré de la Anne Rose, la bruja más pura. Sin caso ni prisa, así, como sentenciado a un fundamento mágico.
Pero la asesine igual que todos. (No puede ser) Fui yo el que consigno la última muerte de la cenicienta. Este narrador, nacido del gran barrial, consumó la peor traición, la venganza más cruel y el hecho más portentosamente vil.
Yo, que enamorado intente hacer lo mejor, convine sin quererlo siendo dueño del mayor poder contra la propia Anne Rose.
Ella al único que amó fui yo.
Al escribir, al confinarla a la historia como un personaje más,….. ese no es el resultado que esperaba. (No puede ser)
No quería borrarla. Ana Rosa me adoraba y aún así la traicioné igual que todos los demás. Lo que hice es realmente imperdonable.
Se fue de mí en cada letra, la dejé esfumarse haciendo universal el milagro revelado. Rompí el mito, asesiné a legendaria mujer de los parques. Ahora no sólo es mía y de otros siete mil cuatrocientos noventa y nueve más, sino de toda la humanidad en todas las direcciones del tiempo, en todas las lenguas y especificaciones posibles… (No puede ser, es impensable)
Y ahora que voy terminando, que voy cerrando la tumba permanente…en cada línea percibo un calor de lujuria, una invitación a copular con las estrellas. Quizá estas sean las últimas palabras que existan sobre ella y ese beneficio me llena de tristeza.
Soy el último asesino de la mujer de las rosas, soy el epilogo de la tragedia atemporal y aún así, estoy tan vacío como cuando me enamoré de ella.
Ella se fue, la escribí (la maté), pero el daño más grande fue enamorarla con acierto. Pues, estoy seguro que aunque confinada en el frío infierno, ella todavía me ama y me perdona todos mis infamias. Esa pura misericordia me va a llevar bajo tierra al finalizar ya mi aventura (Que terror)
Sobreviví al naufragio, eludí la canción y puedo volver a casa, pero sólo amor verdadero (lo que tanto anhelé de Anne Rose) será lo en realidad va a terminar conmigo,…pero aún no.
Aún no.
Fin del testimonio,
nacido del mismo barro y ahogado en otras aguas.
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